Mi hermana Aída Leonora Bruschtein, de 24 años, casada y con un hijito, era maestra de una escuelita en la villa miseria de Monte Chingolo, provincia de Buenos Aires. Fue detenida por una patrulla del Ejército el 24 de diciembre de 1975, un día después del combate que ocurrió en el Arsenal de Monte Chingolo. Fue llevada junto con numerosos habitantes de la villa miseria (habría que decir que los que quedaron luego de la terrible represalia en el barrio, eran unos pocos, ya que mataron a toda la gente joven de la zona) al cuartel militar y asesinada esa misma noche por el Ejército junto con los demás detenidos. Sus familiares presentaron recursos de habeas corpus que nunca fueron contestados por las autoridades, que negaron persistentemente la detención. Un mes después, su nombre apareció en la lista de 30 personas supuestamente muertas en los enfrentamientos del 24 de diciembre.
Mi madre, Laura Bonaparte, inició un juicio por asesinato contra el Ejército Argentino, exigió que se practicara una autopsia al cadáver de mi hermana, lo que le fue negado, solicitó que se le indicara el lugar donde había sido sepultada y se le contestó con generalidades y solo pudo averiguar que Aída Leonora había sido sepultada en una fosa común. Durante los trámites del [Ilegible] las autoridades le sugirieron que abandonara el país para salvaguardar su persona. No le fue entregado ni siquiera un certificado de defunción legal.
El 18 de marzo, efectivos del Ejército allanaron el domicilio de mi madre en la ciudad de Mendoza, utilizando explosivos para abrir puertas de dormitorios y placards, destruyendo muebles y efectos personales. Ella se encontraba en Buenos Aires en ese momento y a raíz de las características del procedimiento, debió abandonar el país. Debo destacar que cuando se reclamó el cuerpo de mi hermana los militares contestaron que
"les seguía perteneciendo
aún
después
de muerta”.
Luis Marcelo Bruschtein.
Fuente: Archivo Nacional de la Memoria.
“Soy la imagen de la desesperación. No sabía que mi hijo estaba allí ni que había tantos cadáveres, tan deformados, que a veces se me nublaba la vista del llanto, no solo del dolor, sino que no comprendía cómo se los puede tener así, ni cómo nos pueden tratar así a nosotros, en medio de tanta incertidumbre.
Solo quiero su cadáver para poder darle cristiana sepultura.
Yo creía que era imposible que la venganza se extienda
aún después
de
la
muerte”.
Una madre.
Fuente: Revista El combatiente n.º 198, enero de 1976. El Topo Blindado.
En los años 70 vivía en Banfield. Una parte de mi familia materna se había establecido en la villa “La IAPI”, que estaba frente al cuartel.
Uno de los principales recuerdos que tengo de mi infancia es que pasábamos los domingos en la casa de mi madrina en “la villa”.
Cuando se produjo el ataque al cuartel yo ya tenía 18 años y alguna militancia social. Ese día la sensación general era de incertidumbre y espanto; recuerdo estar con toda mi familia callados frente al televisor tratando de entender qué estaba pasando.
Como no había teléfono ni ninguna otra manera de comunicarnos con nuestra gente en “la IAPI”, a los pocos días fui el encargado de ir a ver cómo estaban mi tío y mi primo, que por ese entonces eran los únicos que permanecían viviendo allí.
Encontré a mi tío y a mi primo también en silencio; por primera vez en mi vida entré a esa casa y la radio estaba apagada. Ambos, morochos grandotes, estaban muy pálidos; mi primo, de unos veintipico de años, era el que más hablaba, a mi tío le costaba articular las palabras.
Me contaron que el día del ataque escucharon tiros de todos lados, enseguida un griterío y los vecinos que corrían sin ningún sentido. En ese entonces, todas las casas eran de chapa, el único lugar de material era un excusado comunitario en medio del patio. Mi tío relataba que todos los vecinos se metieron allí, apretados, con miedo; decía que escuchaban ráfagas de ametralladoras y las ramas de los árboles caían sobre el techo de chapa.
Al otro día, los soldados en formación, entraron casa por casa para revisarlas y se llevaron a todos los hombres jóvenes al cuartel, entre ellos a mi primo. Los hicieron acostar boca abajo en el playón de cemento. Con posterioridad, mi primo me mostró una cicatriz en la frente, producto de un golpe que le propinaron cuando levantó la cabeza para pedir agua. Me dijo que no recordaba cuánto tiempo estuvo desmayado, pero lo que lo mantenía consternado era la imagen de cuando se llevaron a algunos vecinos adentro del cuartel, a los que nunca más volvió a ver.
Cuando regresé a mi casa, mi madre, con su típico gesto de secarse las manos en el delantal, me preguntó:
—¿Entonces Monengo y Armandito están bien?
Fue el único comentario: nunca más escuché nada en mi familia sobre lo ocurrido en Viejobueno.
Alberto Gallini, vecino del barrio.
Era el primer 23 de diciembre que pasaba con compañeros nuevos. Algunos ya se habían ido de licencia por las fiestas, pero los 100 que quedábamos íbamos a recibir el Año Nuevo acá. A mí me tocó estar de guardia en prevención.
El sargento ayudante y un cabo primero estaban cebando unos mates frente a la guardia. La tarde ya empezaba a caer cuando llegó un camión cargado con pan dulce. El chofer pidió que le abrieran la puerta y el sargento le gritó al cabo:
—¡Revisala atrás!
Pero el camión no paró. Se mandó derecho hacia la guardia, dobló a la izquierda y encaró para el Casino de Oficiales. De golpe bajaron unos diez tipos de uniforme gris y empezaron a tirar contra la guardia.
El infierno se desató…
—¿Qué recuerda de aquella imagen cuando apuntaba con su FAL, arrodillado?
—Estaba tratando de localizar desde dónde nos tiraban. En ese momento disparé sobre una camioneta que estaba en marcha sobre Camino Gral. Belgrano y Lynch para que no se la lleven.
Antonio Testa, ex conscripto del Batallón 601 Domingo Viejobueno.
Cuando nos despedimos, Antonio me pidió que contara algo: Nadie en el cuartel esperaba un ataque de la guerrilla. Él, al igual que sus compañeros, estaba de guardia, tomando mates y jugando al fútbol, simplemente esperando que llegara una nueva Navidad.
Juanita tenía una tienda en Camino Gral. Belgrano y Cadorna, donde trabajaba con Elena. Apenas vieron lo que estaba pasando, bajaron las persianas y se escondieron.
—Si yo me hubiese quedado limpiando el techo de mi casa, seguro me enganchaban.
“Acá” teníamos las fiestas. Tres días después todavía andaban los helicópteros iluminando todo el barrio con esas luces enormes. Ni quería ir a Cadorna.
Después me enteré. No tenía teléfono para llamar a mi mamá y avisarle a mi marido lo que estaba pasando.
No sabés… una cosa es contarlo…
Gente de acá desapareció un montón.
Fueron a averiguar y no volvieron más.
Por eso te digo…
fue algo muy feo.
Las fiestas fueron un horror. Fue algo muy feo. Me acuerdo de ver pasar los camiones militares cargados con pilas de cuerpos.
Cata, vecina del barrio.
Daniel era el encargado de distribuir las armas a la escuadra, las cuales fueron entregadas por un sospechoso conductor de un Falcon en una plaza de Lomas de Zamora. El conductor le entregó las llaves de un vehículo y le indicó dónde estarían estacionados un Peugeot y un Renault 12 que contendrían las armas en el baúl: una FAL, una granada vietnamita y una escopeta. El conductor sospechoso resultó ser el Oso Ranier, principal responsable de la caída del operativo de Monte Chingolo. Siendo las 20:45 h, la comisaría dependiente de Monte Grande informaría que un grupo de la compañía del ERP “redujo a Miguel Mejuto conductor de un camión tanque Y.P.F cargado de nafta en la intersección de Camino de Cintura y Florida” produciendo, luego de abrir la boca de combustible y derramar gasoil, un gran incendio sobre el puente que cruza el Riachuelo. Se trataba del Puente n.° 8, contención que impediría el segundo avance del Regimiento de Infantería n.° 3 de La Tablada. Luego de producir el incendio, se obtuvieron dos automóviles más, un Fiat 1600 y un Fiat 128, posteriormente también incendiados.
Frenar el camión produjo un tapón de autos, lo cual no fue un impedimento para el Ejército y sus tropas. Daniel cuenta:
“Venía de frente un Jeep y grito: —¡Saquen las armas!
Sacamos las dos escopetas y atrás del Jeep una fila de camiones del Ejército con un Carrier lleno de soldados…
Digo: —¡Guarden las armas!
Militaba hace cinco años. Nosotros no sabíamos sobre esta operación, esto de que, como dice Plis que todo el mundo lo sabía, eso es falso. Yo fui a la acción sin saber cuál era el objetivo; me enteré el objetivo final de la acción al día siguiente”.
Daniel De Santis, sobreviviente del ERP.